“Tienen que probar esto, que es muy local”, dijo en inglés una catarí de 32 años que trabaja en una oficina del Estado del sector de tecnología. Nos invitó a comer un kanafeh, un postre dulce con queso derretido, que es más palestino, pero en Doha es muy común. Estaba increíble. Eran las 20 del 12 de diciembre y estábamos en el centro histórico, en Al Souq al Waqif, y en ese momento no lo sabía, pero estaba comenzando una de las noches más lindas que pasé en Doha, demoliendo prejuicios y acercándome tan solo unos centímetros a esta cultura.
El local estaba a metros del banderazo que organizan la hinchada argentina previo a los partidos mundialistas. Elegimos una mesa afuera y nos sentamos. Éramos cinco, cuatro chicos argentinos y ella. Habían quedado en ese punto. Puse “habían” porque yo no estaba invitado. De camino a cenar en otro lugar, me cruzo a uno de los chicos que me invita a ir con ellos y me cuenta la situación: “Vení que te quiero presentar a mi amiga, que nos está haciendo conocer su cultura”.
Me lleva frente a ella y nos presenta. “Él es Alvaro un amigo y ella es…”, dijo Sebastián. Mi pregunta, casi en secreto y al oído fue: “¿Cómo carajo la saludo?”. No quería abalanzarme a ella para darle un beso, porque ya sabemos que la cultura del saludo es muy distinta en cada país. Sebastián se ríe y en forma de broma, me dice: “Es así”, y le tiró dos besos, uno con cada mano, y luego llevó cada una de sus manos a sus hombros opuesto. Claro, era una especie de besos y abrazos con distancia y sin tocarse.
Ella respondió con una carcajada y repitió los gestos de Sebastián. Claro, estaban todos jodiendo, y a mí me rompió la matrix de entrada: cómo era posible que esa mujeres arisca y rígida, que tapan su cuerpo, puedan reírse tanto. Y la cosa no terminó ahí.
Ya estábamos sentados afuera y había mucho movimiento en el Al Souq Waqif. Estábamos en el punto más álgido de Doha en el peor horario de todos. Ella se notaba un poco incómoda, ya que cada vez que su hijab -el velo que cubre la cabeza y el cuello- se le caía se lo acomodada al instantez. Además, tras comer cada bocado, tapaba su sonrisa con un barbijo.
Al terminar, nos preguntó qué queríamos hacer. La respuesta fue unánime: “Te seguimos a vos”. Fuimos primero al shopping, mientras nos contaba que los cataríes acá no pagan ni luz, ni gas, ni agua. Todo se hace cargo el estado, mientras sean cataríes, cataríes. Habló del salario mínimo, de que vive con sus padres en una casa gigante y de que no le gusta el futbol, pero reconoció que algún partido vio.
Por momentos, en la caminata, la abaya -que para nosotros es como la túnica negra que la cubre a cuerpo completo- se entreabría y se dejaba ver que debajo tenía un jean azul, zapatillas y una blusa blanca. Tanto su cabello como su cara, estuvieron cubiertos casi toda la noche. Mientras menos personas había a su alrededor, menos se preocupaba por tapar su pelo y su sonrisa. Nos aclaró que para ella, nosotros seguíamos siendo unos desconocidos, pero el taparse más o menos correspondía a la cantidad de miradas que podía haber y no tanto a quiénes la estaban mirando.
Y sí, le pregunté qué se siente estar tapada todo el día, una pregunta muy occidental, pero con cierta empatía. Aclaró que es una decisión de cada mujer cómo se quiera vestir e hizo dos aclaraciones: “Acá somos todas libres, cada uno elige y no hay nadie que te obligue a vestirte de tal o cual forma. Y, además, acá el Corán no tiene injerencia, la religión no nos dice qué tenemos que usar”.
Y mi repregunta fue: “Por qué vos elegís vestirte así”. Y ahí me dio una explicación, sincera, concreta y sin lugar a cualquier crítica: “Porque soy una joya. No quiero que todos me vean, sino que yo quiero decidir eso y quiero que quien me quiera conocer se la juegue más allá de lo estético y lo superficial”. Poom. Me dejo recalculando. Está bien que pueda tener miles de interpretaciones y formas de libertad, pero, ¿quién soy yo para decir o preguntar lo contrario?
Seguimos caminando para el metro. La idea era ir a Katara, una zona turística que juega con la historia y los barcos tradicionales. De un momento a otro, ella se frena, nos cuenta y entra a un café. Minutos después sale con cinco gahwa, que es un café local que tiene: cardamomo, azafrán y canela. El primer trago es raro, pero le terminás agarrando el gusto y es agradable. Agradecimos la invitación (sí, pagó ella) y seguimos caminando cada uno con su infusión.
Metro, nos bajamos en la estación Katara de la línea roja (Lusail – Wakra) y caminamos por el centro. Apareció una pelota de fútbol de unos nenes y nos pusimos a jugar. Se la pasamos a nuestra (ya) amiga catarí y la pateó con poca técnica, pero mucha decisión. Hubo risas de todos. Seguimos caminando.
Minutos después y entre los edificios que simulaban ser de la antigüedad, una especie de Tierra Santa de Buenos Aires, se escuchó un grito y otras risas. Había llegado la hermana de nuestra amiga. Yo era el único que no la conocía, se presentó y repetí el saludo que Sebastián me había enseñado. Ella río y lo repitió. Todos nos echamos unas carcajadas.
Mientras caminábamos a metros del agua, había música. Uno de los chicos le preguntó si ella bailaba, dijo que sí y tiró un pasito de dabke. Uno de los nuestros, tiró un perreo intenso. Entre la vergüenza y lo cómico, ellas también rieron y nos sacamos esta selfie:
Ellas accedieron a sacarse la foto, pero pidieron por favor que no la subamos. Es más, tienen Instagram pero dentro de la red social no tienen ninguna foto y volvió a explicar: “Yo quiero decidir quien me puede mirar”. Porque claro, habían descubierto su boca y mostraron sus sonrisas.
Para todo esto, ya eran las 23:30 y teníamos hambre. Fuimos caminando a uno de los puestos de comida y a nuestra amiga la perdimos. Su hermana venía con nosotros más atrás y cuando llegamos a la parte de los food trucks la vemos con ticket en mano y esperando la comida.
Nos quedamos unos minutos más hablando y debatiendo qué teníamos ganas de comer: si hamburguesa, shawarma o pizza. En esa charla, a nuestra amiga le entregan el pedido: eran seis shawarmas, uno para cada uno. Intentamos darle plata y no quiso. Le pusimos dinero en una de sus bolsas y se enojó. Nos saludó, desde lejos, prometiendo que nos íbamos a volver a ver pronto, antes de que nos fuéramos y se fue con su hermana.
Nosotros nos quedamos en la zona de food truck con un shawarma cada uno en un su mano, recalculando. Flashamos. Estas dos mujeres destruyeron en cada uno de nosotros cientos de prejuicios que nos sembraron durante años. Ahora queremos invitarlas a un asado, ¿vendrán?