Anoche fui a cenar a la casa de un jeque. A puro lujo. Parecía un cumple de 15: había recepción, mesas redonda con manteles, equipo de sonido y video, fotógrafos. La fiesta estaba armada, no había que pagar un peso y ahí estábamos decenas de argentines.
El lugar quedaba a las afueras de la ciudad. Incomunicada del transporte público y, claro, este catarí no se tomó un subte en su vida. La puerta de ingreso no tenía llave y eran dos ventanales de vidrio con marco de bronce. Se veía todo para adentro y es parte de la cultura de acá: ostentar. Mostrar que tenés una recepción a puro mármol, sillones de lujos y al menos tres salas para recibir a gente. La casa en sí, donde duerme, come y caga, estaba atrás, más escondida. Tenías que salir por la parte trasera, pasar por un patio interno y luego entrabas por una puerta de madera, sin vidrio a su hogar real. Desde la calle esto no se ve y es un poco la doble vida catarí: lo que quieren ostentar, entre brillos y vidrios, y su vida real, tapada, escondida, casi prohibida.
Más allá de la comida, que fue un cordero gigante por mesa acostado en 5 kilos de arroz con especies, había te, frutos secos, alguna gaseosa y botellas de agua. El evento se hizo en el patio, al aire libre. Pero podías entrar a la casa de vidrio, en donde había cositas que marcaba el lujo: perfumes en cada esquina de los livings; el baño tenía dos tipos de jabones y toallas individuales de mano para secarte; y unas arañas que colgaban y que iluminaban todos los salones. Todo era claro, dorado y brillante.
Lo más valioso sin lugar a dudas estaba en el tercer piso de sus casa real. Una vez que pasabas por la puerta de madera, entrabas su hogar de tres pisos. En cada uno de ellos había camas y habitaciones, no llegué a contar cuántas. Lo que sí me llamó la atención de que no había nadie más que nosotros: no había familia, niños, mujeres, hombres ni personas encargadas de la limpieza. Estaba solo él y nosotros. Del grupo que entramos, las mujeres fueron casi obligadas a subir por ascensor y nosotros por escalera. Nos encontramos todos arriba y entramos a la embajada de Messi en Catar. Es como si el Camp Nou hubiera abierto una sede de su museo en Doha, pero no. Todo era de un solo chabón: camisetas autografías, remeras y botines que usó el 10, fotos, recuerdos, réplicas de copas en oro. Lujo. Y lo que me pareció más impactante es que con mis dos manos toqué al menos tres pares de botines que Lio usó, firmó y regaló a este árabe. Locura.
En medio de todo ese festín, los argentinos también nos convertimos en bufones. Entre la comida y el museo, el jeque mandaba. Y si cantaba, todos debiamos cantar. Era parte de ser cortés en su casa, que jugaba entre la emoción de estar entre los cuatro mejores del mundo y la irreal de gritar por obligación. Me sentí, en un momento, que había cierta incomodidad porque le faltaba clima y le sobraba lujo. No había potrero y nos encandilaban los brillos. No estábamos en casa.
Pero, al fin y al cabo, era parte de la experiencia. El intercambio cultura también es esto: entender la forma que el otro vive y cumplió. Y mientras más culturas conozco, más quiero a la mía.