Cerca de las 15 horas del martes 13 de diciembre. El Barwa estaba a puro color, frente al bloque Q4 de departamentos. Ya había más de cinco fuegos prendidos, un chivo que estaba entrando en calor, papas fritas que circulaban por todos lados y las tablas de planchar distribuidas por todos lados, oficiando del mesas. Quienes se querían sentar tenían el cordón y el suelo era todo de tierra. ¿El sello argentino? Las botellas cortadas, poco fernet, pero mucho vodka con jugo, además de las banderas que le ponían color y brillo a una tarde a pura ilusión.
Entre la cumbia, el baile y los medios de comunicación que llegaron a tener registro del momento, llegaron nuestras dos amigas cataries. Las invitamos y no solo no dudaron, sino que no fallaron. Salieron cada una de sus trabajos y viajaron hasta esa zona desierta de Wakra. Una llegó de zapatillas, acorde al terreno. Pero su hermana apareció con tacos. Jamás se quejó, a pesar de que era incómodo el momento para ella.
Al llegar, le ofrecimos lo que había: gaseosa en un vaso que compartíamos entre nueve personas, variedd de papas fritas y un asado que estaba a punto de salir de la parrilla. Ellas trajeron dos bolsas llena de chocolates: algunas barras, bombones y bocaditos para el postre.
Con una de ellas, salimos a caminar entre los fuegos. Le expliqué la diferencia entre el asado y la barbacoa, y cuando le estaba contando lo que era el mate, un argentino que escuchó la explicación, se acercó y le cebo uno. Ella me preguntó si podía tomar y le dije: “Sí, no tiene alcohol, pero toma despacio porque va a estar caliente”. Lo agarró y sacó su celular para filmar su primera impresión. Le dio un trago y no le gustó. Puso cara de asco, pero volvió a intentarlo, y esta vez exageró los gestos de disgustos. “Es muy fuerte”, sintetizó, al agregar que tampoco era una bebida dulce.
El grito de que ya estaba el asado nos convocó al rededor de dos tablas de planchar. Una tenía el tomate, la lechuga y el pan; y la otra, la carne. Buena calidad y buen asador. Lo comimos en sanguche, pero una de nuestras amigas cataríes tuvo un problema. “Los aparatos no me dejan comer tranquila”, expuso.
Mientras comíamos, los hinchamos comenzaron a calentar motores y elaboran el nivel de cánticos. Una camioneta RAM se metió de reserva y la caja abierta se utilizó como escenario, en donde comenzaron a desfilar fanáticos que marcaban el rumbo de las canciones. Pero lo que no le pude explicar es por qué volaban papales higiénicos que oficiaban de serpentina. “Eso no lo entiendo”, me dijo entre carcajadas. “Bueno, yo medio que tampoco”, le respondí.
Cuando se estaban por ir, le preguntamos cómo la habían pasado. “Bien, la comida bien, salvo el problemas de los dientes, pero hay muy buena onda acá, más allá de las locuras. Es un ambiente agradable que nunca vamos a volver a ver en Doha”.
Saludaron con la mano y se fueron. Posiblemente sea la última vez que nos veamos o, al menos, en este viaje.