Este es un diario de viaje que se fue escribiendo durante los 33 días que duró mi experiencia mundialista, que recoge la historia de Rusia, la vida en sí y la noticia de la Copa del Mundo
Día 33: San Petersburgo
La mochila se cierra. Cuesta, pero los cierres resisten el desorden y algún que otro souvenir. Pesa y mis hombros me lo dicen. Si bien, me llevo muy pocas adquisiciones, la ilusión con que traje el bolso no es la misma con la que me vuelvo. La realidad juega el peso mayor y la retirada del suelo ruso es inminente.
A varios días de haber perdido la última batalla con la que sabemos hoy que es la campeona del mundo, la invitación a marchamos estuvo presente. Y yo la acepté.
La curiosidad y ganas de conocer otros puntos, fuera de la necesidad, obligación y el deseo que tuviera en ir al estadio, hizo que recorriera seis países en 15 días y conociera una realidad.
Pase por la bella y turística Chernobyl, camine las calles de la última dictadura aún presente en Europa, Bielorrusia, tome cientos de cervezas con personas que no voy a volver a ver y confirme una teoría.
En todas las ciudades a donde viajé, el interés por verme a mi era menor. Cada vez que compartí asiento o habitación con alguna persona de cualquier otro país, la conversación arrancaba con poca expresión y con una pregunta: “¿De dónde sos?”.
Cuando me tocaba responder a mí, decía “argentino”, y la repregunta era: “¿Messi?”, y una sonrisa dibujaba su rostro. No importaba la edad, el país de procedencia o si le gustaba el fútbol. Messi antes que Argentina, el fútbol antes que un país.
En uno de los trenes en que viajé de San Petersburgo a Nizhni Nóvgorod, conocí a un padre y a un hijo de la India. Ambos viajaron para ver a la Argentina frente a Croacia, en el segundo partidos de los grupos. Dentro del vagón, estaban en el camarote más próximo y cuando vieron el mate el padre se acercó. Hablaba en inglés y pudimos saber a qué venían y por qué: “Mi hijo es fanático de Messi”. Al decir esas palabras el niño de unas seis o siete años aparece por la puerta y lo vemos con una mirada tímida y una sonrisa contagiosa, que al ver tantos ojos que lo observaban se escondió detrás del padre. Le mostrábamos fotos de Messi y su sonrisa se encendía. Intercambiamos palabras, emociones y también cultura: se animó a probar el mate.
Antes de que el tren se detuviera en la estación, hubo saludos y una foto. El joven se puso la camiseta de la selección argentina que teníamos y el padre lo fotografiaba orgulloso. Una postal de lo que genera el fútbol.
Hoy mis hombros cargan con eso, con las historias. Con la cultura de muchos países atravesada por Messi y el fútbol. La ropa ya no tiene peso y poco valor, sino que son los abrazos en la cancha, las conversaciones en distintos puntos con el Google Traductor o las horas arriba de los trenes son lo que agregan kilos.
Lo que me causa temor, entre la desilusión de lo que fue y la ilusión por lo que vendrá, es sacarme la mochila y que el peso de la realidad siga presente en mis hombros.